ALGÚN DIA…
por Rodolfo Oscar Negri –
Padín. Solo por ese nombre lo conocíamos a quien repartía la leche.
Tenía un galpón cerca de la esquina de 48 y 20 y todas las mañanas, llegaba con su carro a casa, para dejar la leche del día.
Hoy lo recuerdo grande en edad, gordo, mal afeitado.
Vestido con el típico atuendo del paisano vasco que -en aquella época- monopolizaban el tema lechero: boina negra, camisa raída con dos grandes manchas de sudor en las axilas, bombacha campera y alpargatas con flecos.
El carro paraba frente a casa. A veces yo ya estaba sentado en el umbral de casa, esperándolo. En otras ocasiones, él tocaba el timbre y salía corriendo a recibirlo.
Como todavía no iba a la escuela, me tocaba a mi salir, lechera en mano.
A pesar del trato diario, nunca me decía nada. Siempre callado.
Tal vez pensaría qué no podía conversar con un chico de 5 o 6 años.
Eso si, lo que era común en él es que estaba apurado. Siempre apurado.
No era la mejor imagen de la higiene y de la limpieza, no obstante, y hasta la aparición de las botellas de leche pasteurizada, Padín proveyó de leche a todo el barrio.
Había si una cosa que me llamaba la atención.
Lo mal que trataba a un adolescente que lo acompañaba y ayudaba con el manso caballo, los tarros y demás, mientras él despachaba lo que vendía.
Casi imperceptible para todos, este chico (que me doblaba en edad) atendía a todo lo que hacía al carro, mientras Padín hacía su trabajo.
Con ropas pobrísimas, casi harapos, extremadamente flaco y morocho. No se si así era su tez o así se la veía por la mugre que llevaba muchísimo tiempo acumulándose en su ropa y en su cuerpo.
Silencioso. Casi una sombra, que hacía mecánicamente su labor, después de dos o tres gritos sumamente agresivos, de Padín.
Un día, no resistí mas y le dije “Don Padín ¿Por qué trata tan mal al chico?”.
Realmente no lo pensé. Me pudo salir pato o gallareta, porque que en aquellos días, que alguien de mi edad le hiciera semejante observación a una persona mayor, que estaba trabajando, era un atrevimiento total.
A pesar del tono. A pesar del respeto. No correspondía.
No respondió nada, pero me miró fijamente a los ojos.
Segundos después gritó “¡A ver José! ¿Por qué no me alcanzás el embudo?”… hizo una pausa y agregó “Por favor”.
José, que así se llamaba este chico y del cual escuchaba por primera vez su nombre, ni se movió de las tareas que solía hacer, mientras Padín volcaba la leche en la lechera, y siguió sin hacer caso al pedido.
Volvió Padín a hacer una pausa y gritó “¡A ver vos, negro de mierda, dejá de haraganear y traéme el embudo! ¡Rápido! ¿Que estas esperando?”.
José, saltó como un resorte y en menos que canta un gallo, estaba el embudo ofreciéndose a las manos de Padín. El viejo vasco casi sin mirarlo le volvió a gritar “¿no ves estúpido, que ya no me hace falta?, andá y ponélo en su lugar. ¿Nunca te das cuenta de nada?”. José volvió a correr hacia la parte de adelante del carro y cumplió, rápidamente el pedido.
Padín, se volvió hacia mí unos breves instantes y me miró fijamente.
Como sin darle importancia. Luego, y –como era su costumbre y como si nada hubiera pasado- sin hacer ningún comentario, acomodó el tarro de leche, subió a su carro y se fue, hasta la próxima casa, de la calle 48, que estaba esperando. No sea cosa que se demore el reparto.
Evidentemente el viejo vasco me puso –expeditivamente y sin perder tiempo- frente a una realidad que, por mis pocos años, no llegaba a comprender.
“Algún día, José, algún día…”
Rodolfo Oscar Negri – 21 de diciembre de 2008
(este cuento forma parte del libro “Diez pasos en pantalones cortos” de Rodolfo Oscar Negri editado por ControlPrint en marzo de 2010)