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El Gordo y Don Ata

Por Rubén Bourlot*     –     

Un día cayó el Gordo (Juan Luis Puchulu, es decir, el Gordo que no es gordo) con unos papeles en la mano. Papeles que temblaban de emoción, o tal vez por ese imprevisto amor, el de una tal “Lilia Parkinson.” Ese amor que le tiene cansada la mano izquierda. “Es una contradicción. Si a ella nunca le di trabajo, ¿de qué puede estar cansada?”, dice.

Era ese mismo Gordo que se atrevió con los micrófonos de una radio a trasmitir desde el cielo, montado en un globo aerostático, o desde un planeador, o trepado a una antena. El mismo que caminó durante siete días desde Concepción del Uruguay a Paraná para rendir homenaje a los combatientes de Malvinas. Igual que la travesía de Hernandarias, pero a pié. El mismo de las largas jornadas solidarias haciendo lo que mejor sabe: hablar con un micrófono para recolectar juguetes, abrigos y monedas para los más humildes.

Pero ese día el Gordo llegó portando una copia de una pequeña publicación con el mensaje “A la juventud estudiante del Concepción del Uruguay”.  Y temblaba de emoción porque esas eran las palabras de un eterno Don Atahualpa Yupanqui. Y él, el Gordo, había estado ahí cuando el guitarrero de las cosas nuestras las escribió.

Un día, cuenta el Gordo, llegó de visita a la Concepción del Uruguay Don Ata como rememorando su paso por los años treinta: “con mirada de otros años, y otros tiempos contemplé, sobre un mangrullo de talas, el palmeral de Montiel”. Ya no sin caballo y en Montiel, sino a bordo de un automóvil, arribaba esa primavera de 1963. Ya no payador perseguido sino cargando con todas las glorias del cantor que triunfante en todos los escenarios.

Don Ata llegó para actuar en la ciudad invitado por la Peña Tradicionalista Ñanderogamí, y estuvo en la radio LT11, y al otro día estaría en el Colegio Nacional, el histórico fundado por Urquiza, para deleitar a los jóvenes con sus versos sentidos.

Esa noche, cuenta el Gordo, Don Ata se fue a dormir pensando en el encuentro con la juventud estudiosa. Y el sueño remolón no venía pero sí las palabras se agolpaban en la mente del cantor. Las palabras para la juventud del Colegio. Y esa noche en vela las volcó en el papel.

“Qué linda suerte la mía, esa suerte de echar píe a tierra en este pago de Concepción del Uruguay, para saludar a la juventud estudiosa, pajaritos de reciente plumaje, que se preparan para el canto y el vuelo en venerables jaulas de mapas, de libros y consejos, en las que no hay ramas que detengan el sueño y la fantasía, y donde la vocación halla su cauce para correr tierra y tiempo, y darse con todo, como los arroyos que cruzan las praderas con sol y sombra, y remolino, hasta entregar su viaje al ancho y amado río, sumándose a la vida y al paisaje con un destino de mar…”

Bellas palabras que al día siguiente, bajo un sol primaveral, en el antiguo patio del Colegio, echaron a volar y recorrieron galerías y pasillos, y se confundieron con las voces de otros tantos célebres personajes que pisaron las baldosas del Histórico.

“Fui como ustedes, pajarito libre sobre un paisaje de encantamiento. Quemaba mis carbones en el aula, y en el deporte, y en la danza.

“Cualquier camino que recorría de niño, de muchacho, era para mí, como para todos los adolescentes, una senda milagrera donde se me rebelaba un mundo; un mundo que era solamente nuestro; un universo que apasionaba al muchachito descubridor, un territorio que impulsaba al conocimiento de yuyos y de árboles, de nidos y de arenas, de frutas tibias bajo el sol de la siesta…”

Los jóvenes estudiosos – seguramente guardando respetuosos silencio – con ojos de asombro y oídos atentos, observaban a ese hombre de rostro aindiado ahí presente, vivo. Sí vivo porque para los estudiosos de manual los grandes hombres sólo viven en las esculturas, como ese Urquiza, Clark, Larroque que señorean en el patio.

“Los años, el tiempo, hicieron de aquellos caminitos de travesuras y revelaciones camperas y sencillas, un solo camino.

“El abuelo vasco y el abuelo indio, se confabularon con el paisaje de esta tierra en que nací.

“Desde la raíz de la piedra, desde la hondura del algarrobo, desde la nocturnidad de las llanuras, desde el misterio de los montes, los duendes mestizos que manejan mi destino, eligieron un trenzador.

“Ese trenzador se llamaba destino. Y tomando las cinco líneas de aquel pentagrama que solía descifrar con dificultad cuando niño, hizo con ellas una trenza hechizada, un lazo sobado con amor y paciencia, con cielitos y rocíos mañaneros.

“Y con ese lazo, hecho para el desvelo y el camino, amarró junto a mi corazón un antiguo madero estremecido: la guitarra…”

Ese pequeño trozo de papel cobraba vida en las manos temblorosas del Gordo. En sus manos estaba el canto pausado del payador, el sonido grave de la guitarra criolla, el aroma de los espinillos en flor que lo recibieron en la vieja Arroyo de la China.

“Y bendigo a mí la suerte de hoy, que me permite desensillar, siquiera por una noche, junto a los muros de esta ciudad, tan entrerriana y tan argentina, tan plena de historia, tradición y poesía, con un paisaje de prado, monte y río, capaz de atesorar la vocación de sus hijos, apuntalando el ayer para que sea más firme la luz del mañana”.

Y así terminó el paso del poeta de la tierra por la Concepción del río como cielo que viaja, al decir de Sampayo.


*Publicado originalmente en el diario Uno de Paraná, 3-6-2018

(extraído del blog La Solapa)

Nota publicada por la revista La Ciudad el 7/6/2018

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