Por Orlando Van Bredam –
Tendrías que explicar, por ejemplo, que en algún momento te dormiste y que te viste otra vez en esa calle sombría del barrio de tu infancia, que no ibas solo, que Juanjo y Pericles te acompañaban, que la tarde ya había disuelto su luz sobre las cosas, que hacía frío, claro. Tendrías que decir o decirte que no era tu intención contemplar más de lo prudente la carpa del circo, un circo en esa esquina de Almafuerte y ¿cuál era el nombre de la otra calle?
A veinte años de haberte ido del barrio es difícil recordarlo. Pero las casas estaban iguales a entonces, el baldío ralo, la noche de pronto, la jaula solitaria que ocultaba la luna y el tigre. Lo único que tenía color en tu sueño era el tigre. Con Juanjo y con Pericles se acercaron a la jaula. Era un tigre enorme y sigiloso, atento al movimiento de ustedes. Los tres se movían alrededor como figuras en blanco y negro, como en una película de los años treinta.
En algún momento advirtieron, como sucede en los sueños, que la puerta estaba abierta, que el tigre no salía porque no quería o porque seguía atado a su alma de preso. Lo cierto es que seguía inmóvil pero atento, giraba la cabeza más de lo usual, los ojos fijos en tus ojos. Entonces, tuviste miedo y corriste. Los tres corrieron bajo la noche. Adelante iba Pericles, el más ágil o el más cobarde, detrás iba Juanjo y por último, vos.
No muy lejos, el tigre. De refilón, viste la forma resplandeciente del tigre, los únicos colores que titilaban en las sombras duras de la noche. Entonces, sentiste el zarpazo, la camisa que se desgarraba sobre tus espaldas y el grito, tu propio grito en el dormitorio. Sobresaltada, tu mujer encendió el velador y se miraron. Comenzaste a reír. No podías dejar de reír, aliviado, no podías parar tu risa para explicarle que el inconsciente te había hecho una broma.
Cómo podrías explicar, ahora, por ejemplo, que te volviste a dormir y te viste otra vez en el mismo barrio, en la misma calle, en el mismo baldío junto a la jaula del tigre. Ahora el tigre no estaba. Juanjo, Pericles y vos contemplaban a una mujer en blanco y negro. Una mujer desnuda que sonreía desde adentro de la jaula. Esta vez la puerta estaba cerrada. La noche le cubría el rostro pero era hermosa en sus movimientos atentos, sigilosos. Una pierna sobre la otra, recostada sobre el lado derecho, el pecho en alto, los ojos sobre tus ojos. Un guiño cómplice te invitó a entrar. La puerta de barrotes de hierro cedió a tus fuerzas. La alzaste y volviste a bajarla ante el asombro de Juanjo y Pericles.
Cuando la mujer se estiró hasta alcanzar tus brazos, recuperó el color. Viste el corpiño y la bombacha color de tigre, la boca y el cabello de tu mujer bajo la noche. Era ella y tu deseo que crecía apresurado. En el momento en que ibas a poseerla, despertabas. Despertabas junto a un tigre, enorme, sigiloso, que te miraba atentamente desde la otra mitad de la cama.
Cómo podrías explicar ahora, por ejemplo, que te volviste a dormir y te viste otra vez en el mismo barrio, en la misma calle, en el mismo baldío ralo, en la misma jaula del tigre. Cómo explicar que ahora, definitivamente, sos el tigre, el tigre con todos sus colores que resplandece bajo la noche y sus sombras duras, mientras contempla tres figuras en blanco y negro que giran a su alrededor, como en una película de los años treinta. La puerta está abierta pero no te animás a salir.