RELATO. Van Bredam se declara agnóstico. Sin embargo, confiesa ahora, algo cambió desde día aquel que pasó por Mercedes con su Peugeot gastado y el auto empezó a fallar.
La temperatura subía, se disparaba hasta el límite, con el consabido riesgo de reventar todo. Entonces Van Bredam se metió a un taller y pagó la asistencia de un mecánico.
El tipo se inclinó sobre el motor, trabajó durante un rato y después decretó: «Ya está, ahora bien, antes de seguir viaje, vuelva hasta el santuario que está a la entrada, tome una cinta roja y cuélguela en el espejo retrovisor. ¿Vio el santuario no?» Van Bredam no podía creer el planteo, pero tampoco tenía tiempo de iniciar un debate metafísico. Así que arrancó y se fue. Punto.
No pudo avanzar demasiado porque el motor del auto volvió a calentar, entonces el escritor regresó al taller con ánimo de hacer lío. El que se veía más disgustado, sin embargo, era el mecánico: «Y si usted no fue al santuario, qué quiere que le haga…, a ver, deme lugar que yo lo llevo».
El tipo se metió al Peugeot, condujo hasta el santuario, buscó el listón rojo y envolvió el espejo retrovisor. «Ahora sí, vaya tranquilo hasta Gualeguaychú».
El auto, dice Van Bredam, no volvió a calentar más. Nunca más.
LIBRO. El escritor, de suéter rojo, cuenta esa historia a modo de prólogo. Así se acercó a la vida y la leyenda de Antonio Mamerto Gil: después conoció su historia de gauchito retobado y justiciero y supo que su poder residía en la mirada, «que era capaz de paralizar personas y animales… porque donde él miraba, miraba el espíritu negro de San Baltasar y quien era mirado ya nunca más volvía a ser el mismo».
Van Bredam se comprometió a fondo con la historia del Gauchito Gil antes de que fuera mito, aunque calcula que apenas un diez por ciento de lo escrito responde a la historia de alguna manera contrastable y el resto, ese 90 por ciento, es una recreación propia y sumamente inspirada por cierto.
Resulta un gusto de la esperanza, un viaje sereno de fe, que un escritor se interne en la tradición popular de las santidades de la forma en que lo hizo Van Bredam, plena de sensibilidad y oficio.
De alguna manera, cuando los visitantes entran al santuario del Acceso Norte a buscar consuelo o esperanzan, comienzan ese diálogo eterno con el mito que Van Bredam hizo carne, narrando a ese Gauchito de mirada imposible que solo pudo ser asesinado colgado de los tobillos, con el mundo al revés, que ya no lo podía ver a la cara.
Autor: Julián Stoppello
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