La Plaza Ramírez es una casa-pueblo sin puertas ni paredes que impidan las entradas y salidas, lo cual facilita la convivencia de los nativos y turistas que la visitan o cruzan a diario. Es un oasis urbano que ofrece a todos suficiente privacidad y sosiego para disminuir el estrés y serenarse. Con solo recorrer su interior o sentarse en alguno de sus bancos uno se renueva y tranquiliza.
Geográficamente, la Plaza Ramírez es el corazón de la ciudad, pero en una apreciación más profunda es la fusión de los corazones de sus habitantes desde que se fundara la ciudad de Concepción. No hay que ser poeta ni vidente para sentir la presencia que todos han generado y generan al pasar por aquí, o detenerse a platicar o sestear. Dicha presencia está impresa en el éter. Los saltadores de agua de una de las fuentes junto a la que estoy sentado, con su rítmico lenguaje relajante, parecen querer contar las venturas y desventuras de los entrerrianos durante dos siglos. Prestándoles atención puede captarse el rigor histórico de su confidencial parloteo acuático.
Durante la mañana, especialmente en verano, un hervidero de transeúntes la toman por asalto sin que se vea afectada en lo más mínimo sino todo lo contrario, embellecida con la presencia colorida de las personas que incursionan en ella, como sucede con los perritos neonatos que se acomodan en el cuerpo de su madre a cierta hora del día, sin por ello incomodarla.
Durante la tarde, en el período de la siesta, disminuye el tráfico de personas y de vehículos, y la plaza parece más un patio interior que un lugar público. Sentado a la sombra en uno de sus bancos, uno puede escuchar el rumor de sus fuentes y sentir la providencial brisa que refresca el cuerpo, sutiliza el ambiente y aclara las ideas.
A medida que la mente se libera de las preocupaciones que suelen aturdirla se acentúa la percepción de la excepcional arboleda del lugar, así como la singular belleza de sus floridos jardines, de manera que uno puede solazarse en este oasis místico sin añorar los Jardines de Versalles.
Definitivamente, este lugar invita a suspender por un momento el modo habitual de interpretar la realidad y abrirse a otros planos de conciencia que tienen que ver con la íntima resonancia del alma. En el momento que escribo estas líneas, la plaza está desierta, y seguramente por ello resulta más fácil para ella y para mí entrar en sintonía recíproca. Supongo que cuando está llena de gente quizás será distinta en la forma, pero no en su contenido. Es un lugar especial, un enclave magnético que hace perder la noción del tiempo sin que uno se moleste por ello, sino todo lo contrario, porque libera del peso de las preocupaciones, lo cual es muy raro de encontrar en otros sitios.
(Colaboración de Matias Dalmazo)