“La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne.
Luigi la olió por primera vez en la casa de la zona universitaria
en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana.”
El traje. 1975. Rita Indiana.
A Lucas se le pasó la vida.
Se le escapó la infancia acompañando los pasos cansinos de su madre, un día tras otro, de casa en casa, de balde en balde, de cuerda en cuerda, como un perrito faldero rogando un poco de pan y de cariño.
También se le perdió la adolescencia hombreando bolsas en el puerto mirándose la punta de sus zapatillas agujereadas, porque siempre era más importante llevar el mango a casa que reemplazarlas. Carpió veredas de señoras con ruleros y rezongones maridos de bigote prolijo y zapatos bien lustrados. Lavó platos y tazas en el bar de la esquina de la plaza, paseó perros, vendió diarios, para ayudar a la vieja, y sacarle las manos de la mugre ajena.
En sus años mozos Lucas no supo de amores ni romances, amistades o deseos, de anhelos ni viajes. Le urgía tapar agujeros en el techo del rancho. Tuvo compañeros de alguna juerga o baile por ahí por los bajos. Alguna Navidad se animó a entreverarse con los del centro, para ver qué se siente no más. O se metieron un par de veces, levantando el alambrado perimetral, en el predio de los corsos. Lindas noches esas de escapadas a ver gurisas bailoteando un poco, envueltas en brillos y plumas, risas y color.
Una noche que se demoró un poco más que siempre, encontró el rancho revuelto y a la vieja en medio de un charco de sangre. La creyó muerta. La llevó en brazos hasta la salita, corriendo casi. !Qué flaquita estaba la vieja! Parecía un junquito de esos que hay en la orilla del río.
Él le juro esa noche que se haría lo suficientemente fuerte para zurrear al tipo que la maltrataba. Ella no escuchó.
Solo su perro conocía de la furia contenida a diario en sus puños crispados mientras alimentaba a las gallinas y oía los gritos en la casa. El Negrito parecía decirle con esa mirada franca y sabia que tienen los perros, que no era el momento. Negrito le enseñó a cultivar la paciencia, la calma, la espera.
Pero le hervía la sangre el óvalo morado en el ojo de la madre, las disculpas repetidas, «si es buen hombre, pero lo echaron del trabajo», «nos quiere mucho, solo que la crisis lo pone nervioso». Siempre un pero en los labios maternos que a veces sangraban al sonreír y acariciar la cara del hijo único.
Él le juraba a la vieja que todo terminaría pronto y se irán lejos.
-Pero a dónde nos vamos a ir mijo, si no tenemos ni dónde caernos muertos. Acá al menos tenemos un techito.
Y un perro, pensó Lucas.
Hace dos noches, el Cacho volvió borracho otra vez, bravucón y envalentonado, como cada vuelta que se chupa todo el jornal que se ganó en la changa, o en la repartija con sus compinches cuatreros. Lucas ya lo sabía porque los siguió una noche.
-Esa fue mi oportunidad de destrozarle la cara a trompadas al hijueputa ese. Con la vieja no se mete más, y conmigo tampoco. Se lo juro comisario.
Sabía que podía confiar en el milico este, usaba la misma fragancia que el patrón bueno de la vieja, el que le regaló el único autito de juguete que tuvo, mientras ella lavaba sus camisas blancas.
Mariela Alejandra Montefinale
Octubre 2020
MARIELA A. MONTEFINALE. Nació en Concepción del Uruguay en 1975. Profesora de Nivel Inicial y abogada. Vivió ocho años en Comodoro Rivadavia. Desde 2007 reside en su ciudad natal, donde trabaja en la Justicia Federal y retomó su amor por la lectura y escritura creativa en Alquimistas 222. Participó de publicaciones colectivas -Palabras en Juego I y II-
Imagen: Obra de SILVI COLOMBO – Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Artista Plástica/Autodidacta. – mail: silvicolombo2014@gmail.com IG: @colombosilvy

