Mi madre
Mi abuelo materno murió a los 63 años. Se lo llevaron dos atados de puchos diarios y un cáncer fulminante de pulmón. En los últimos tiempos ya no tuvo fuerzas para tocar el piano ni ningún otro de los instrumentos de los que componían su orquesta de jazz y que enseñaba a ejecutar a sus alumnos. En otras épocas, contaba mamá, el abuelo llegaba de dar clases en el Colegio, se cambiaba y atendía su huerta con mucha dedicación, con un amor a la tierra que seguramente había heredado de sus antepasados italianos, quienes llegaron a este país después de una larga travesía en barco junto con otros paisanos que venían a hacer la América. Cuando dejaba de trabajar en sus sembrados, en el fondo de la casona antigua que habitábamos, el viejo se bañaba y se ponía coqueto para ensayar con su Típica Jazz Band. Era la época en que predominaba el swing y se lo escuchaba rezongar hasta que alguno alcanzara el fraseo deseado. Mamá se emocionaba cuando tocaban blues, algo que a mí me conmueve profundamente también. Esa música acompañó su embarazo, junto con la noticia del cáncer y el rápido deterioro de su papá.
En agosto, tres meses después de su muerte, llegó el momento del parto. Mis dos abuelas y mi tía dijeron que se adelantaba seguramente por la tristeza que mamá tenía. Ella no recordó nunca los momentos previos. Seguramente no llegó en buenas condiciones a la maternidad porque decidieron una cesárea. Cuando despertó mamá, después de un día y medio, había dos moisés, uno a cada lado de su cama. Mi padre estaba, sentado en un gran sillón a los pies de la cama, con una beba en cada brazo. Ella no entendía nada, embotada como estaba por la cesárea y el puerperio. En aquella época, 1955, no existían las ecografías y en los controles no se advirtió el embarazo gemelar. De golpe, sin decir agua va, la vida cambiaba alrededor de esa mujer de 25 años: ya no estaba su padre y ahora tenía dos hijas que amamantar y cuidar. Su debilidad era tan grande que no podía sostener a las bebas para alimentarlas y hasta para sentarse en la cama debía tener ayuda. Su delgadez era extrema y me contaron que durante los primeros meses temían que no superara ese trance. Encima, en pleno luto, se vestía de negro, como también lo hacían su madre y su hermana. Tres mujeres de negro eran las figuras que componían el escenario en el que fueron creciendo mis hermanas en su primer año de vida.
Papá no podía verla así. Y no permitía que le tomaran fotografías. No quería guardar ese recuerdo para las mellizas ni tampoco que mamá se viera algún día en ese estado. Sabía que superarían la mala racha y sostenía que esa etapa no merecía testimonio para el futuro. A mamá no se lo dijo ni se lo preguntó. Tampoco ella se daba cuenta de nada. Sólo le interesaba cumplir con los horarios para amamantar a las pequeñas. Una de ellas se alimentaba y crecía sin problemas y la otra, en cambio, lloraba sin descanso, no quería comer y mi madre se desesperaba sin saber qué hacer, temerosa de un desenlace fatal y sin experiencia como madre y mucho menos con dos hijas a la vez.
Otra vez la vida sorprendió a mamá. Porque las niñas fueron creciendo fuertes, caminaron antes de cumplir el año y para el primer cumpleaños hubo una pequeña fiesta familiar en la casa. Ya no hubo mujeres vestidas de negro. Mi tía hizo la torta de cumpleaños, mi abuela confeccionó dos vestidos coquetos, mamá tejió dos saquitos blancos y primorosos, papá colgó guirnaldas y globos. Creo que ese día mi madre le ganó a la muerte.
Marga Presas
MARGARITA PRESAS. Nació en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, donde siempre ha vivido. Es profesora de Castellano, Literatura y Latín. Desde 2017 gestiona en ciudad el espacio cultural ALQUIMISTAS 222, con la artista plástica Lita Mardon. Allí coordina el taller de lectura y escritura creativa. Ha compilado y prologado dos antologías de producciones de los participantes, Palabras en Juego y Palabras en Juego II. En 2021 ha publicado su primer poemario, Una teoría de la precariedad. Algunos de sus textos han sido publicados en medios periodísticos. Colabora con El Miércoles y La Ciudad Revista.

RAUL JORGE CHAPPUIS. Nació en Concepción del Uruguay en 1927 y falleció en esta ciudad en 1986. Estudió dibujo en la Agrupación Impulso de La Boca, donde realizó sus primeras exposiciones. Frecuentó el taller de Victorica, estudió pintura con Vicente Forte y composición espacial con Herrero Miranda. Chappuis integró numerosas exposiciones y muestras individuales y colectivas, con amplia participación en acontecimientos de instituciones de la ciudad.
En abril de 1970 acompañó junto a otros artistas plásticos locales: Carlos Aste, César Schepens, Mirta Ré e Hilda Jonhston, a la Comisión de Cultura municipal, integrada en ese entonces por Héctor Díaz Abal y Araceli Ré Latorre en las gestiones para la formación de la Escuela de Artes Visuales de Concepción del Uruguay, hoy Bachillerato Artístico, que lleva su nombre.
Incursionó también en el teatro, junto con su esposa, Chela Angió. Con el recordado Miguel Angel Pepe como director teatral, integró el elenco de Donde está marcada la cruz, (1956) de Eugene O’Neill, junto con Omar Naveira, María Saravia y Omar Acosta.
Cuenta su hijo Rafael Chappuis que el pintor tenía su taller en el fondo de su casa. Y que aparecía caminando rápido, mostraba un pomo de pintura y preguntaba qué color era y con la respuesta que le daban, volvía a pintar. Raúl Jorge Chappuis era daltónico.
Fuentes:
SALVAREZZA, Luis Alberto; “Antología del Arte Uruguayense“, Concepción del Uruguay, Entre Ríos, 2019.
http://labutacaotra.blogspot.com/2021/02/perfiles-biografias-del-teatro.html
http://secundaria1-bachillerato-artistico.blogspot.com/
Testimonios de Rafael Chappuis.
(Mi Madre, autora Marga Presas – ALQUIMISTAS 222 – Ficciones y arte en días de pandemia, selección de Margarita Presas)

