Por Alfredo Guillermo Bevacqua —
En este rincón de literatura y fútbol traemos hoy a un copoblano. Es probable que si nos paramos en “la peatonal” Rocamora y le preguntamos a diez personas si saben del “Vizconde” Emilio Lazcano Tegui, cosechemos diez respuestas negativas. Un pintoresco personaje, digno de conocer. Una investigación sobre su vida y obra, de la profesora María Eugenia Faué, mereció el máximo galardón literario que otorga la provincia de Entre Ríos, el premio Fray Mocho. El Vizconde –título autoadjudicado- fue diplomático, periodista, poeta, humorista. La directora de la Editorial Entre Ríos, Graciela Iannuzzo, al ser publicada la obra premiada “Travieso Vizconde: la sonrisa alada: vida y obra de Emilio Lazcano Tegui”, escribió: (se trata de) “Un erudito ensayo que rescata y desagravia la alada sonrisa ingratamente olvidada de ese entrerriano cosmopolita y que la provincia de Entre Ríos premia en su mayor lauro literario”.
María Eugenia Faué dice: “Por causa de algún conjuro de la desmemoria la obra de Emilio Lascano Tegui (1887-1966), ha sido condenada al destierro de citas distraídas y exiliada a notas descoloridas en los arrabales del libro… Seguramente en el parnaso de los precursores se lo reinvidicará del imparnaso deslucido a que lo relegaron los fingidos olvidos. Seguramente en el Registro catastral del Cielo, en el mapa astral de los poetas se extenderán Capitulaciones de Resarcimiento y el Supremo Tribunal Parcelador de la Región Celeste adjudicará el centro del Universo a los poetas mas sensibles y creativos, la regiones próximas corresponderán a los autores justos y caritativos, las galaxias marginales, conocidas como vías de expansión, a los laboriosos de una pléyade de vates menores y, finalmente, los arbitradores de infaustos olvidos se les destinará la periferia, Cielos del Cuarto Mundo, cielos inviables y cielos en extinción, dimensión dantesca de la traición.”
He aquí el verso que rescatamos del Vizconde de Lascano Tegui.
Yo he visto nacer al foot-ball
Y, como grandes ballenas,
Llegaron barcos de hierro,
En su mayoría ingleses,
Córceles del mar, intrépidos.
Al toparse con los muelles,
Salían los fogoneros
Del fondo de las hornallas
A emborracharse de cielo,
Mostrando bustos desnudos,
Blancos, potentes y bellos.
Con los tatuajes azules,
Entre la fronda del pecho,
Con ojos como engarzados
Por humo, carbón y sueño.
Asomaban a la borda
Y miraban a lo lejos.
Eran pobres. Fueron niños,
E interrumpieron sus juegos
-juguetes de la miseria-
Y se dieron al infierno
De las hornallas del barco
Como rehenes de fuego.
Mirando hacia Buenos Aires,
En Los Cuadrados del Puerto,
Aquellos ojos de niño,
Que el paraíso perdieron
Vieron plazas, vieron parques,
Vieron verde y un inmenso
Espacio que reclamaba
La orfandad del universo.
Y, detrás de una pelota,
Se echaron a andar, contentos
El espacio desolado
Y antigua charca de cieno,
Se fue llenando de gloria
Porque los hombres aquellos,
Rebosando calorías,
Hijos del rayo y eléctricos,
Vistiendo calzones cortos
Y unos bigotes tremendos,
Con pecas y pelirrojos
-y los calvos con sombrero-
Reconquistaron su infancia
Corriendo a la par del viento.
Siempre atrás de la pelota,
Aplanaron los terrenos
De la dramática ciénaga
Que el sol cuajara, resecos.
La ciudad salió curiosa
Y se acercó para verlos;
Para imitarlos, mas tarde
Y no olvidar el modelo.
Yo he visto nacer el foot-ball
A la vera de San Telmo,
Y los ingleses honrados
Llamaron “field” al terreno
Que les devolvió la gloria
De verse niños y eternos,
Como que son los parientes
De los discóbolos griegos.

