Por Alfredo Guillermo Bevacqua –
El auditorio “Scelzi”, colmado, fue escenario para una de las veladas más cálidas y sentidas de las vividas últimamente en ese lugar en el que se da cita el arte y la cultura. Se dio una conjunción de arte y cultura, porqué allí hubo cantores que mostraron sus cualidades vocales, también bailarines, músicos que desde una guitarra, un bajo, una flauta o los teclados nos dejaron los que son capaces de extraer de trasmitir desde tan dísímiles instrumentos.
La presentación de su disco dio la oportunidad a Atahualpa Puchulu para mostrarse, no solo como cantor y compositor, sino mostrar la madera que conforma su alma de artista.
Era la noche de la presentación de una obra, que para todos es propia, es de él, pero que hizo sentir que es de todos, que compartió su hechura con todos: con aquellos en quienes se inspiró: en esos personajes simples, anónimos, que todos saludan pero pocos valoran; que los rescata y los pone en el centro de la escena, diciendo a todos “no soy yo, son ellos”.
Era la noche que presentaba el disco de su autoría, pero llamó a todos los que lo ayudaron a crecer. Desde el mismo comienzo se pudo adivinar la humildad de quien no quería ser dueño de su noche: su ingreso al escenario lo hizo con quienes lo acompañarían en el espectáculo, es decir, no quiso el aplauso exclusivo, se negó a ser la estrella.
Lejos están estas líneas de pretender incursionar en los aspectos artísticos o técnicos de una composición, de una vocalización o de una ejecución instrumental. Para eso hay que saber, y lamentablemente, de eso tampoco sabemos. Pero si sabemos distinguir en la piel y en el corazón, las actitudes .
Fue una noche de esas en las que el repiqueteo en el costado izquierdo del pecho se escucha fuerte, sostenido. Antes dijo que quería hacer algo nuevo, y el rescate de los olvidados y silenciosos antecesores que le da nombre a la obra –Oración Chaná- mostraba que desde el comienzo mismo lo lograba. Hizo algo nuevo, dando valor a la memoria.
Fue emoción pura. Ya el hall de exposición era una invitación a emocionarse: allí estaban, pegados en las paredes, los hojas garabateadas por ese “eterno” gurí que “El Gordo” –el padre de Atahualpa- lleva en el alma, dejando la impronta de convicciones surgidas mas allá de un mayo de hace 50 años… Pero también estaban los dibujos de la artista y diseñadora del escenario: Judith Lepratti.
En síntesis, una noche en que “el Gordo” pudo ver a su hijo, mostrando a todos, que es un artista y que su arte es también del “otro”, y sin egoísmos, lo comparte.-