Por Luis Castillo*
Cuando el dolor se vuelve insoportable, lo que estamos dispuestos a pagar a quien nos alivie del mismo no tiene límites. En este caso, afortunadamente.
Esta historia que voy a compartir circuló en forma oral durante muchos ―demasiados― años. Aunque, la verdad sea dicha, uno de los protagonistas la escribió en forma de diario, pero tuvo la mala ocurrencia de hacerlo en dos
idiomas poco leídos por los historiadores ingleses, el sueco y el holandés, por lo que nunca ―que se sepa― fueron traducidos y, por lo tanto, fueron prácticamente desconocidos. Hasta ahora, en que un historiador francés ―François Kersaudy― los recuperó de un inexcusable olvido.
Al escribir que uno de los protagonistas escribió su visión de los acontecimientos,
dejo implícito que hay otros protagonistas. No secundarios ni mucho menos. Y eso,
creo, hace más interesante el relato. Que podría empezar, quizás, cuando un maestro
tibetano ―el doctor Ko― enseñó el arte de un particular tipo de fisioterapia ―la
terapia fisioneuronal para liberar las tensiones nerviosas― a un aprendiz finlandés.
Félix Kersten se llamaba y, tras formarse en esta milenaria técnica, comenzó a
aplicarla en Alemania. Era la década de 1930. Pero, conozcamos un poco más acerca
de este profesional (no hay certeza de si fue médico siquiera) cuyo prestigio fue
superlativo en círculos cerrados pero influyentes, como veremos después.
Había nacido en Tartu, Estonia, y se nacionalizó finlandés tras combatir contra el
ejército rojo en una formación de ese país. Por entonces contrajo fiebre reumática, lo
que lo dejó invalido durante varios meses en un hospital de Helsinki, en donde,
mientras se recuperaba, comenzó a asistir al director de este realizando masajes
terapéuticos. Entusiasmado por los resultados, se dedicó a estudiar una rama poco
conocida de la medicina denominada “Terapéutica manual” obteniendo el título de
«Masajista científico» en 1921; conoció entonces al Dr. Ko, con quien se perfeccionó y
llegó a presidir una de las tres instituciones más importantes a nivel mundial
relacionadas al ocultismo y la alquimia, la misteriosa «La corte de suiza». Cuando Ko
regresó a Oriente, dejó la preciada herencia de su encumbrada clientela a Kersten,
entre ella, muchos integrantes de la monarquía europea y la nueva élite de jerarcas
del nazismo.
Mientras tanto, en 1929, había asumido como jefe de las tristemente célebres SS del
partido nazi Heinrich Himmler ―nuestro otro protagonista― con el cargo de
Reichsführer; en otras palabras, el segundo hombre más poderoso de Alemania
durante la Segunda Guerra Mundial, responsable de la seguridad del gobierno, así
como el funcionario principal y de más alto rango a cargo de concebir y supervisar la
implementación de la denominada “solución final”. El holocausto.
El 6 de enero de 1929, Adolf Hitler lo había designado con ese cargo que lo
posicionaba como líder de las SS que, en ese momento, contaba apenas con 280
hombres y tenían dos funciones principales: ser guardaespaldas de Hitler y otros
líderes nazis, y promocionar el partido desde el periódico Der Völkischer Beobachter
(El Observador Nacionalista Racial). Para cuando los nazis tomaron el poder en enero
de 1933, las SS contaban con más de 52.000 personas. Himmler también introdujo
dos funciones clave relacionadas con las metas esperadas en el mediano plazo del
partido nazi: la seguridad interna y la custodia de la pureza racial.
Meses después, las SS asumieron el control total de las fuerzas policiales alemanas;
para fines de 1934, Himmler centralizó en una única y nueva agencia todas las fuerzas
de seguridad: la Policía Secreta Estatal Alemana (Geheime Staatspolizei, más
conocida como Gestapo). Tras su papel destacado en abortar el intento de golpe de
Estado y asesinato del führer por parte de Ernst Röhm y los jefes de las SA (fuerzas
de choque) en lo que se conoció como “La noche de los cuchillos largos” Hitler
anunció que las SS eran una organización independiente y que Himmler era su
subordinado directo y su cargo lo colocaba por fuera de las leyes del estado alemán.
El inmenso poder que Himmler acumuló entonces explica cómo pudieron llevarse a
cabo las acciones que son la razón de este escrito.
Himmler padecía (se supone ya que no hay certeza al respecto) de una enfermedad
conocida como Enfermedad de Crohn. Esta patología de causa poco clara se
manifiesta con fuertes dolores y calambres a nivel abdominal entre otros tantos
síntomas propios de un cuadro inflamatorio crónico y decimos que solo se sospecha
ya que, para esa época, no había forma de realizar diagnósticos de certeza y todo lo
que se escribió al respecto en el caso del Himmler se refiere a “fuertes dolores
provocados por calambres en el estómago”. Tampoco había, en ese entonces,
tratamiento adecuado, solo paliativos para el dolor, pero ni siquiera la morfina
lograba calmar los padecimientos del jerarca.
En entonces donde entra en escena Félix Kersten quien, para ese entonces, ya tenía
una gran reputación por sus masajes casi milagrosos, así como una exclusiva
clientela compuesta por la gente más poderosa económicamente de Berlín. Alguien le hizo llegar a Himmler el nombre de este maravilloso sanador y, de este modo, se
conocieron. Kersten logró lo que parecía imposible: aliviar los dolores del segundo
hombre más poderoso de Alemania. Sus manos, que parecían mágicas, lograban
relajar hasta el límite de ver el paciente en el terapeuta un amigo en quien confiar lo
que no podía confiar a nadie. “Hablaba de temas prohibidos públicamente cuando
estaba con su masajista en la intimidad, en la privacidad de la consulta médica…Pero
no le confió todo, no le dijo lo que pasaba en los campos de exterminio. Eso lo
descubrió el propio Kersten. Como muchas otras cosas que le confiaba porque el
alivio tras el tratamiento era tan grande que pensaba en voz alta”, explica el
historiador Kersaudy en su libro recién publicado “El médico de Himmler”.
Imposible imaginar lo que habrán sido aquellas charlas ―o monólogos,
seguramente― entre aquel hombre todopoderoso y el silencioso masajista que
lograba lo que nadie: aliviar sus dolores y pensar en voz alta, un lujo que no podía
darse el jefe del servicio de inteligencia más férreo de la época. Sin embargo,
Himmler se sentía tan agradecido y confiado que le ofreció nombrarlo coronel de las
SS con la sola función de asistirlo a él. Kersten, con suma diplomacia, declinó la
oferta, pero, a cambio de no abandonarlo como paciente en forma casi exclusiva, le
pidió que salvara a algunos prisioneros. Y cerraron trato.
De este modo, Kersten logró salvar miles de personas “Schindler salvó a mil judíos,
Kersten al menos a 300.000 personas, entre ellos 60.000 judíos.” Afirma el citado
historiador, y no solo logró eso, sino que, además Kersaudy asegura que Kersten logró
incluso que Himmler desoyera una orden directa que recibiera en febrero de 1945:
volar los campos de concentración con todos los prisioneros dentro; el terapeuta
logró que esto no sucediera. Según refiere el libro: “Le amenazó con no tratarlo más.
Himmler pensaba que se moriría por esos calambres abdominales y, por conservar a
su médico, desobedeció a Hitler”, “Cuando Himmler estaba en mis manos, le pedía
que firmara documentos solicitando la liberación de amigos y conocidos” se lee en
las memorias, “Con cada crisis, llegaba con mis listas ―más de cien― y en esos
momentos firmaba casi todo lo que se ponía por delante. Una vez restablecido, era
casi imposible hacerle firmar una liberación”. Asimismo, “El terapeuta convenció
luego a su paciente de que antes de que los aliados ganaran la guerra le convenía
liberar a los miles de prisioneros de los campos de concentración para que la
humanidad no lo juzgará con demasiada severidad”, dice Kersaudy. El 12 de abril de
1945 Himmler firmó la orden que frenaba la eliminación de los judíos y presos aún
vivos en los campos de exterminio. El Congreso Judío Mundial estableció en 1947
que Félix Kersten había salvado en Alemania a 100.000 personas de diversas
nacionalidades, incluidos 60.000 judíos, a riesgo de su propia vida, pero, en total, se
estima que con su accionar, dicha cifra puede elevarse a unas 350.000 personas.
Kersten fue nominado ocho veces entre 1952 y 1960 al Premio Nobel de la Paz. Jamás
se lo otorgaron. Ese mismo año, 1960, Charles de Gaulle le otorgó la Legión de honor
por haber salvado a miles de franceses, durante el viaje a París para recibir la
condecoración sufrió un infarto y murió en el tren sin que nadie pudiera asistirlo.
*Escritor, médico y concejal por “Gualeguaychú Entre Todos”
Fuente: El Día Online