Hacia junio de 1966, el comodoro retirado Juan José Güiraldes, director de la revista Confirmado y sobrino de Ricardo Güiraldes, decía: “Si para salvar…la constitución, un nuevo gobierno debe negarla de inmediato, habrá que optar”. Era la confirmación de que el golpe estaba en marcha, tanto que finalizaba su nota advirtiendo: “…creo que sólo un milagro salva a este gobierno”.
Sólo tres años atrás, el 7 de julio de 1963, Arturo Illia había sido electo presidente de la Nación, con la proscripción del peronismo. El contexto de debilidad del sistema institucional quedaba al descubierto con la humorada popular, que se jactaba de que el país contaba con tres presidentes: Illia, electo; Guido, interino; y Frondizi (depuesto en 1962), el constitucional. Las elecciones de 1963 marcaban también la debilidad del sistema partidario: una atomización de fuerzas había dado apenas un 25% de los votos para la fórmula ganadora.
El gobierno de Illia, “custodiado” por las Fuerzas Armadas, tuvo un rumbo errático, imposibilitado –por su debilidad intrínseca (una escasa cantidad de votos y una negativa a conformar alianzas)- de consolidar siquiera aquellas medidas que congeniaban con el anhelo popular, como la anulación de los contratos petroleros, la ley de medicamentos y cierta inicial reactivación económica.
Un contexto político y social en creciente ebullición caracterizado por el fenomenal Plan de Lucha de la CGT, la aparición de la guerrilla guevarista en Salta, el crecimiento electoral de las fuerzas peronistas en 1965 y su posible triunfo en 1967 y el enojo de militares con una política exterior que, por caso, los subordinaba a la comandancia brasilera en la intervención de Santo Domingo, contribuyó a crear un clima adverso para el gobierno y alimentaba las imágenes públicas que identificaban la gestión de Illia con la lentitud, la inoperancia y el anacronismo.
Así, cuando a partir de un primer año positivo, la situación económica comenzó a desbarrancar y se presentaron hacia 1966 los signos de una franca recesión, las críticas comenzaron a arreciar y -salvo algunos sectores radicales, otros pequeños partidos y buena parte de los medios universitarios-, una mayoría popular y la casi totalidad de las organizaciones sociales creían necesario un golpe. Un nuevo derrocamiento del maltrecho orden constitucional estaba cantado, pero aun así, Illia estaba convencido de que aquello no era factible. La voluntad intentaba sobreponerse a la cruda realidad.
El 28 de junio de 1966, el gobierno de Illia cayó –según se ha dicho- como una fruta madura. El general Julio Alsogaray, de grandes contactos con la diplomacia norteamericana, desalojó personalmente al presidente de la Casa Rosada, tras un tenso careo en los despachos. Apenas alguna manifestación en Córdoba intentó detener lo inminente. Illia no era el hombre fuerte que buscaban los sectores del poder, alguien que pudiera encarar una profunda transformación. Detrás suyo había emergido el general Juan Carlos Onganía.
Semanas después del golpe, desde la revista Extra, el periodista Mariano Grondona alegaba: “Detrás de Onganía queda la nada. (…) Onganía hace rato que probó su eficiencia. La de su autoridad. La del mando. Si organizó el Ejército (…) ¿por qué no puede encauzar el país? Puede y debe. Lo hará”. Tres años más tarde, también Onganía saldría eyectado de la Casa Rosada.
En un nuevo aniversario del derrocamiento de un presidente electo por el voto popular, recordamos la escena que tuvo lugar en el despacho de la Casa Rosada, cuando Illia enfrentó, prácticamente en soledad, el desalojo militar.
Paso a paso el derrocamiento
«En la ciudad de Buenos Aires, siendo las 5.20 horas del día 28 de junio de 1966, en el despacho del Excelentísimo Señor presidente de la Nación Argentina, doctor Arturo U. Illia, se encuentran reunidos acompañando al Primer Magistrado ministros, secretarios de Estado, secretarios de la presidencia, subsecretarios, edecanes del señor presidente, legisladores, familiares y amigos.
El señor presidente de la República se encuentra firmando un documento, mientras que un colaborador aguarda a su lado para hacerse dedicar una fotografía. En ese instante irrumpe en el despacho un general de la Nación, precedido por el jefe de la Casa Militar, brigadier Rodolfo Pío Otero, una persona civil y algunas otras con uniforme militar. El mencionado general se ubica sobre el lado izquierdo del señor presidente y pretende arrebatar una fotografía que el doctor Illia se apresta a firmar…
El presidente de la República impide con gesto enérgico semejante actitud, produciéndose entonces el siguiente diálogo:
General: ¡Deje eso! ¡Permítame…!
Varias voces: ¡No interrumpa al señor presidente!
Presidente: ¡Cállese! ¡Esto es mucho más importante que lo que ustedes acaban de hacer a la República! ¡Yo no lo reconozco! ¿Quién es usted?
General: Soy el general Alsogaray.
Presidente: ¡Espérese! Estoy atendiendo a un ciudadano. ¿Cuál es su nombre, amigo?
Colaborador: Miguel Ángel López, jefe de la secretaría privada del doctor Caeiro, señor presidente.
Presidente: Este muchacho es mucho más que usted, es un ciudadano digno y noble. ¿Qué es lo que quiere?
General: Vengo a cumplir órdenes del comandante en jefe.
Presidente: El comandante en jefe de las Fuerzas Armadas soy yo; mi autoridad emana de esa Constitución, que nosotros hemos cumplido y que usted ha jurado cumplir. A lo sumo usted es un general sublevado que engaña a sus soldados y se aprovecha de la juventud que no quiere ni siente esto.
General: En representación de las Fuerzas Armadas vengo a pedirle que abandone este despacho. La escolta de granaderos lo acompañará.
Presidente: Usted no representa a las Fuerzas Armadas. Sólo representa a un grupo de insurrectos. Usted, además, es un usurpador que se vale de las fuerzas de los cañones y de los soldados de la Constitución para desatar la fuerza contra el pueblo. Usted y quienes lo acompañan actúan como salteadores nocturnos que, como los bandidos, aparecen de madrugada.
General: Señor pres… Dr. Illia…
Varias voces: ¡Señor presidente! ¡Señor presiente!
General: Con el fin de evitar actos de violencia le invito nuevamente a que haga abandono de la Casa.
Presidente: ¿De qué violencia me habla? La violencia la acaban de desatar ustedes en la República. Ustedes provocan la violencia, yo he predicado en todo el país la paz y la concordia entre los argentinos; he asegurado la libertad y ustedes no han querido hacerse eco de mi prédica. Ustedes no tienen nada que ver con el Ejército de San Martín y Belgrano, le han causado muchos males a la Patria y se los seguirán causando con estos actos. El país les recriminará siempre esta usurpación, y hasta dudo que sus propias conciencias puedan explicar lo hecho.
Persona de civil: ¡Hable por usted y no por mí!
Presidente: Y usted, ¿quién es, señor…?
Persona de civil: ¡Soy el coronel Perlinger!
Presidente: ¡Yo hablo en nombre de la Patria! ¡No estoy aquí para ocuparme de intereses personales, sino elegido por el pueblo para trabajar por él, por la grandeza del país y la defensa de la ley y de la Constitución Nacional! ¡Ustedes se escudan cómodamente en la fuerza de los cañones! ¡Usted, general, es un cobarde, que mano a mano no sería capaz de ejecutar semejante atropello!
General: Usted está llevando las cosas a un terreno que entiendo no corresponde.
Dr. Edelmiro Solari Yrigoyen: ¡Los que somos hijos y nietos de militares nos avergonzamos de su actitud!
Presidente: Con este proceder quitan ustedes a la juventud y al futuro de la República la paz, la legalidad, el bienestar…
General: Doctor Illia, le garantizamos su traslado a la residencia de Olivos. Su integridad física está asegurada.
Presidente: ¡Mi bienestar personal no me interesa! ¡Me quedo trabajando aquí, en el lugar que me indican la ley y mi deber! ¡Como comandante en Jefe le ordeno que se retire!
General: ¡Recibo órdenes de las Fuerzas Armadas!
Presidente: ¡El único jefe supremo de las Fuerzas Armadas soy yo! ¡Ustedes son insurrectos! ¡Retírense!…
Perlinger: Señor Illia, su integridad física está plenamente asegurada, pero no puedo decir lo mismo de las personas que aquí se encuentran. Usted puede quedarse, los demás serán desalojados por la fuerza…
Presidente: Yo sé que su conciencia le va a reprochar lo que está haciendo. (Dirigiéndose a la tropa policial.) A muchos de ustedes les dará vergüenza cumplir las órdenes que les imparten estos indignos, que ni siquiera son sus jefes. Algún día tendrán que contar a sus hijos estos momentos. Sentirán vergüenza. Ahora, como en la otra tiranía, cuando nos venían a buscar a nuestras casas también de madrugada, se da el mismo argumento de entonces para cometer aquellos atropellos: ¡cumplimos órdenes!
Perlinger: ¡Usaremos la fuerza!
Presidente: ¡Es lo único que tienen!
Perlinger (dando órdenes): ¡Dos oficiales a custodiar al doctor Illia! ¡Los demás, avancen y desalojen el salón!»
(el texto de este diálogo es extraído de Inédito, 21 de junio de 1967; en Marcelo Cavarozzi, Autoritarismo y democracia, Buenos Aires, Editorial Eudeba, 2004, págs. 153-155)
ALSOGARAY Y PISTARINI: “COMO DERROCAMOS A ILLÍA”
En su edición del 28 de junio de 1971, la Revista Siete Días Ilustrados publica un artículo histórico con las declaraciones de dos de las principales cabezas el golpe militar. Este es su relato.
“Después de 5 años los generales Pascual Pistarini y Julio Alsogaray revelan para Siete Días por primera vez los entretelones del golpe militar que derrocó al gobierno de la UCRP.
Al amanecer del 28 de junio de 1966 los argentinos se encontraron de pronto, aunque sin sorpresa, con un nuevo gobierno: había sido derrocado el presidente Arturo Illia y una junta militar compuesta por los comandantes en jefe de las tres armas estaba en posesión del mando en forma provisional hasta tanto se entregara el poder al general Juan Carlos Onganía. Trascurrido un lustro, los dos protagonistas principales de aquella ofensiva castrense —generales Pascual Pistarini y Julio Alsogaray— aceptaron dar su testimonio a SIETE DIAS sobre los detalles del golpe militar, como un aporte a la reconstrucción de la crónica histórica.
TESTIMONIO DEL GENERAL ALSOGARAY
Ya en abril de 1964, entonces como director de Gendarmería, había mantenido conversaciones con militares retirados y en actividad, y con un grupo de civiles. En esas reuniones cuestionábamos el futuro incierto del país ante la ineficacia en todos los órdenes puesta de manifiesto por el gobierno radical. La realidad nos mostraba un desorden generalizado: huelgas, inquietud universitaria, acentuado deterioro de la economía, situaciones críticas en regiones explosivas como Tucumán y, como corolario, el auge del comunismo.
Recuerdo que esto me llevó a exteriorizarle nuestras inquietudes al entonces comandante en jefe del Ejército, general Onganía, no con una intención conspirativa sino con el propósito de alertarlo de lo que, inevitablemente, sobrevendría y poder así prevenir hechos que iban a
recaer, sin duda, sobre la responsabilidad de las Fuerzas Armadas. Onganía escuchó con atención, pero me advirtió que no concretáramos nada por el momento y que mantuviéramos nuestra actividad al margen de las Fuerzas Armadas, de manera que continuamos las reuniones siempre en casa de civiles, como por ejemplo la de mi hermano Álvaro, o a veces en la mía. Nos asesoraban abogados y otros civiles que compartían nuestras ideas, personas a las que no quiero nombrar (nunca lo he hecho, porque algunos desempeñan ahora cargos de importancia), pero puedo nombrar en cambio militares en retiro como los generales Francisco Imaz y Eduardo Señorans.
En 1965 la situación que habíamos previsto cobraba realidad día a día, y la perspectiva de elecciones (creo que de gobernadores) obscurecía aún más el panorama: ante la imposibilidad de tolerar más proscripciones, era inevitable la vuelta del peronismo con su secuela de enfrentamientos y revanchismos que trabarían, más aún, la ya vacilante marcha del gobierno. Entonces nuestros preparativos se aceleraron, y ya con la participación activa del general Onganía, que había renunciado a su cargo de comandante en jefe, las reuniones tomaron un cariz decididamente conspirativo. El general Pistarini, su reemplazante en la comandancia del Ejército, estaba con nosotros, y tanto él como los comandantes de las otras armas trataron repetidamente de presionar al presidente Illia para que tomara medidas capaces de frenar el caos, sobre todo en el campo económico y gremial; pero siempre respondía con evasivas que nunca cumplía.
Los hechos se precipitaron al advertirse el inminente relevo del general Pistarini por el entonces secretario de Guerra, general Eduardo Castro Sánchez quien, a pesar de coincidir en «la necesidad de tomar medidas drásticas que modificaran el rumbo del gobierno, era partidario de respetar el orden constitucional a cualquier precio. Llegamos entonces al decisivo 27 de junio de 1966, fecha en que el general Pistarini releva de su cargo al general Carlos Augusto Caro, el candidato posiblemente elegido por el secretario de Guerra para reemplazarlo. Esta medida torna la situación insostenible y pone en marcha la revolución, cuando aún faltaba por lo menos un mes de preparativos: recién habíamos empezado a buscar los hombres que integrarían el gabinete, y sólo contábamos con el doctor Néstor Salimei como candidato a Economía. Este, propuesto por el general Onganía, se constituyó, precisamente, en el primer indicio de divergencias, ya que no era considerado el hombre indicado por muchos de nosotros.
Onganía era, en ese momento, el jefe obligado de la revolución por sus antecedentes intachables y su categórico consenso en el seno de las Fuerzas Armadas. Por otra parte, si bien era un hombre introvertido, casi hermético, nunca había criticado nuestras ideas de una economía libre y desestatizada, ni expresado su concepción corporativista. Era tozudo, «cabeza dura», pero esas posibles limitaciones no pesaban en razón de su rectitud y de sus innegables condiciones para el mando y la dirección, tan necesarias en ese momento. Otro no hubiera logrado un consenso inmediato y suponer qué habría pasado si se hubiera sacrificado el consenso a cambio de un jefe más definidamente identificado con las ideas iniciales de la revolución, no pasa de ser ahora sólo eso: una mera suposición.
Con respecto al momento culminante de la destitución del doctor tilia, la misión de informársela personalmente recayó en mí, entonces comandante del Primer Cuerpo de Ejército, en razón de detectarse la presencia, en el interior de la Casa de Gobierno, de numerosos civiles, algunos de ellos armados, que podían provocar hechos imprevisibles. La presencia de los comandantes en jefe, responsables públicos y directos de la revolución, hubiera sido un factor innecesariamente irritativo. Yo la acepté como subalterno consciente de mi responsabilidad, y volvería a hacerlo en una situación semejante; es decir, considerando lo que significaba entonces la Revolución Argentina, al margen de lo que haya sucedido con ésta posteriormente.
Me puse, pues, en comunicación con mi amigo, el coronel D’Elía, jefe en ese momento del Regimiento de Granaderos a Caballo, y le pedí, en su carácter de encargado de la custodia presidencial, que desalojara a los civiles. Este objetivo, si bien se realizaría por medio de efectivos policiales (hay un cuerpo permanente en el interior de la Casa Rosada), lo mismo se cumplió bajo la responsabilidad del coronel D’Elía. Informado del cumplimiento de la medida, me dirigí desarmado y con uniforme, en compañía de los coroneles Premoli y Perlinger, hacia el despacho del presidente, y al abrirse la puerta en medio de una gran tensión, éste se hallaba junto con sus hijos, su yerno y numerosos colaboradores, entregado a la tarea de autografiar fotos suyas para repartirlas entre ellos. Entonces me acerqué y le dije: «Doctor Illia, suspenda un momento, por favor». Pero como simulara no escucharme tomé la pila de fotografías; lo mismo hizo el doctor Illia, lo que provocó un breve forcejeo. Yo retrocedí porque no me encontraba allí para protagonizar una escena de pugilato, y le espeté: «Doctor Illia, le vengo a pedir su renuncia en nombre de los comandantes en jefe».
El presidente se sentó y hablando con su habitual lentitud, aunque con gran emoción, respondió: «Pero general, usted no puede hacer esto; el pueblo les confía las armas para que ustedes protejan a las instituciones y garanticen su libertad, y van a traicionarlo una vez más, ¿me comprende?» Le respondí que podía comprenderlo y lo insté a que terminara su exposición, pero que, de cualquier manera, debía darme una respuesta. Tenía que abandonar inmediatamente la Casa de Gobierno. «¿Desea trasladarse usted a la residencia de Olivos —le dije— o a otro lado?» Illia insistió: «Pero general, ¿cómo me puede decir esto? A ustedes no los asiste ningún derecho. ¿Qué me puede importar dónde voy a ir? Lo que me importa es el pueblo». Y continuó hablando en un tono cada vez más alto. «Doctor Illia —insistí—, usted me obliga entonces a emplear otro medio que no deseaba de ninguna manera; lo lamento sinceramente.»
Cuando me retiraba, el yerno del presidente, doctor Gustavo Soler, se me aproximó, agresivamente, con los puños en ristre y entonces intervino el coronel Perlinger para que la cosa no pasara a mayores.
Ordené enseguida el desalojo a la policía por dos motivos: el regimiento de Granaderos, como custodia del presidente, estaba éticamente impedido para cumplirlo; por otra parte, el soldado no es —por razones de formación— eficiente en ese tipo de funciones; está preparado para disparar sus armas, no para los forcejeos. Los hombres de la policía, en cambio, tienen práctica en ese sentido. De manera que le hablé al flamante jefe de Policía, general Fonseca, y le dije: «Mirá Negro, me tenés que enviar un destacamento bien pertrechado porque hay que desalojar la Presidencia». Pocos instantes después penetraban esos policías en uniforme de fajina, codo con codo, algunos portando pistolas lanzagases y otros bastones. Avanzaron decididamente, no sin que el doctor Illia alcanzara a apostrofarles: «¡Ustedes son unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces de defender a un gobierno democrático!» Segundos más tarde, el presidente y sus acompañantes fueron presionados tumultuosamente hacia una salida lateral, en medio de empujones, insultos y frases declamatorias.
TESTIMONIO DEL GENERAL PISTARINI
A cinco años de la Revolución Argentina, y a través de un análisis retrospectivo de las causas que la promovieron, surge claramente el carácter de inevitabilidad de esa determinación histórica, que las Fuerzas Armadas produjeron interpretando el sentir de la inmensa mayoría del pueblo argentino, que, en su momento, reconoció como doloroso pero único medio de recuperar para el país el camino que lo condujera hacia su plena realización, tanto en el orden de su desarrollo material como en el prioritario y fundamental aspecto de la afirmación de sus valores espirituales.
Un mes antes de concretarse en hechos la Revolución Argentina, expresé en oportunidad de conmemorarse el Día del Ejército: «En un mundo abrumado de angustias y necesidades, la libertad es el ámbito cabal de la dignidad humana, no un fin en sí misma, sino el medio eficiente para la realización física y espiritual del ser humano. No teoría sino práctica, que se ejecuta diariamente con el sacrificio, la energía, la lucidez y la obstinación del esfuerzo. Libertad que implica, asimismo, un armónico juego de obligaciones y derechos. No es solamente la afirmación de una filosofía, sino también, fundamentalmente, el ejercicio responsable de la autoridad sin la cual el derecho es ilusorio, las garantías inexistentes, el bienestar inalcanzable. En un estado cualquiera no existe libertad cuando no se proporciona a los hombres las posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente, sea porque la ineficacia no provee los instrumentos y las oportunidades necesarias, sea porque la ausencia de autoridad haya abierto el camino a la inseguridad, al sobresalto y la desintegración. La libertad también es ámbito de verdad y responsabilidad, porque el hombre libre tiene el privilegio de la fe y de la esperanza. Por ello se vulnera la libertad cuando por conveniencia se postergan decisiones, alentando la persistencia de mitos totalitarios perimidos, burlando la fe de algunos, provocando la incertidumbre de otros y originando enfrentamientos estériles, inútiles derramamientos de sangre, el descrédito de las instituciones que generan por igual el desaliento y la frustración de todos».
Estoy persuadido de la inmutable vigencia de tales conceptos, que están inspirados, substancialmente, en el respeto que se debe al hombre argentino, que sólo es posible materializar cuando se le brindan las condiciones necesarias para que, a través de su inteligencia y de su reconocida capacidad en todo orden de actividades, pueda constituirse en activo y principal elemento de una nación que teniéndolo todo ve postergado, sin solución de continuidad, su justiciero anhelo de grandeza.
Ustedes me preguntan si existen razones de autocrítica. Yo les respondo que el análisis desapasionado y sincero de nuestros actos, cuando los juzgamos con la perspectiva que nos otorga el tiempo, siempre hallará razones para advertir errores, pero nada resulta más sencillo que ponderar nuestras actitudes pretéritas luego que el devenir de acontecimientos imprevisibles nos proporciona elementos de juicio de los que carecíamos en oportunidad en que debimos adoptar una decisión.
Bajo las mismas circunstancias, puedo asegurarles que mis decisiones serían exactamente las mismas, y aunque algunas de ellas, en su momento, hubiesen estado motivadas por la inquietud de una duda, en todos los casos respondieron al único impulso que las alentó; quiero decir con esto, al deseo de ser útil a mi patria, desechando toda tendencia personal que pudiera obstruir o limitar el cabal cumplimiento de ese único y obstinado propósito.
Siempre tengo presente que quienes echaron los cimientos de nuestra nacionalidad, nunca tuvieron necesidad —o les faltó tiempo— para teorizar extensamente sobre problemas que ahora nos abruman.
Simplemente se entregaron a la tarea de construir un país que no es solamente una dimensión física y una organización social, económica y política, sino también, y primordialmente, un sentimiento que debe vivirse con apasionada intensidad y que, como todas las virtudes del espíritu, fructifica y se expande sólo a través del ejemplo, especialmente de aquellos que tienen la responsabilidad histórica de la conducción en todas las actividades del quehacer nacional.”
TRES AÑOS DE GOBIERNO RADICAL
Casi 3 años antes del golpe de Onganía, en las elecciones del 7 de Julio de 1963, triunfó la UCRP , llevando a la presidencia a Illia gracias al apoyo de un poco más del 20% de votos del padrón. Dirigente nacido en la ciudad bonaerense de Pergamino, médico de profesión e Intendente de la ciudad cordobesa de Cruz del Eje, Illia expresaba, al momento, el ideario del viejo yrigoyenismo, es decir, una posición nacional-democrática, agrarista y defensiva.
Por esa época, no se contrajeron nuevos empréstitos ni se aceptaron imposiciones del FMI, acorde con ese nacionalismo defensivo que había predicado Don Hipólito. Las negociaciones con dicho organismo fracasaron por considerarse demasiado duras las condiciones requeridas por lo que, en lugar de ello, se pactó con los países acreedores y, en 1965, se consiguieron importantes refinanciaciones. A su vez, con la intención de pagar cuentas pendientes, se suspendió el financiamiento a algunas importaciones y se reinstauraron los controles cambiarios para movimientos financieros.
Como bien se dijo, el Presidente Illia se mantuvo reacio a tomar créditos de organismos multilaterales, así como a acatar las recetas impuestas. Por el contrario, durante su mandato, la deuda pública argentina se redujo de 2.100 millones a 1.768 millones de dólares (15.81%). La deuda total, de 3.390 millones, descendió a 2.661 millones de dólares, siendo que la deuda privada bajó 391 millones de dólares (de 1.284 a 893).
La repatriación de deuda fue posible porque el gobierno, por entonces, apuntó a una reactivación estimulada por las políticas monetaria y fiscal, sumada al manejo adecuado de las cuentas externas, en función de conducir la economía hacia un camino de alto crecimiento. A pesar de las críticas, los dos años completos de administración radical registraron una importante recuperación económica, promediando cerca de un 10% de aumento anual del PBI. La reactivación impactó sobre el nivel de empleo y llevó la tasa de desocupación del record de 8,8% (julio de 1963) a apenas 4,6% (octubre de 1965).
Pero no todo fue “color de rosas”: un factor importante en el golpe de Estado que derrocó a Illia tuvo que ver con la actitud del empresariado industrial trasnacionalizado. Tanto la anulación de los contratos petroleros como el proyecto de ley de medicamentos y la regulación a la industria automotriz fueron consideradas desafortunadas intervenciones del Estado en la actividad económica privada. Es muy probable, por tanto, que los intereses de emporios internacionales hayan promovido la campaña ideológica que se desató a través de los principales medios de difusión contra el gobierno de la UCRP.
Finalmente debemos señalar que, como Mario Rapoport sostiene, el gobierno de Illia “se mostró contraproducente a la hora de emprender transformaciones estructurales” . Efectivamente, la lentitud de la gestión, la carencia de audacia, la incomprensión acerca de la industria y sindicatos revelaron su impotencia para dar respuestas de fondo. Sumado al carácter limitante de la democracia imperante y la “Doctrina de Seguridad Nacional” (3), difundida por Estados Unidos, las condiciones parecían estar del todo dadas: los conspiradores amalgamaron perfectamente cada uno de los elementos, destinados a protagonizar hasta entonces un futuro incierto, a construir un escenario desafiante para la estabilidad del gobierno.
Fue así como se efectivizó el golpe militar del 28 de junio de 1966, día que marcó el fin de un breve experimento democrático.
Un punto clave para el derrocamiento: los laboratorios
Cuando formó su gabinete, decidió darle la responsabilidad de la salud pública al salteño Arturo Oñativia, un médico de larga trayectoria, que militaba en la UCR. Su llegada, casi en silencio, comenzó a ganar notoriedad casi de inmediato
En enero del 64, el funcionario presentó el primer borrador de una ley que sería trascendental para el futuro del país, y marcaría el comienzo de los problemas serios del gobierno de Illia.
Se trata de una ley que regulaba la industria farmacéutica, y que fue fuertemente resistida por los sectores de poder. Una norma revolucionaria para su tiempo, que terminó desgastando al gobierno, al punto de ser una de las causas fuertes de su derrocamiento. A tantos años de aquel hito de la salud pública, una mirada detrás del entramado de intereses que impidieron su puesta en funcionamiento plena.
En enero de 1964 el primer borrador de la ley llegó al Congreso. Con una economía compleja, con el sector militar siempre dispuesto a interceder en los asuntos gubernamentales y el tema del peronismo como grandes prioridades, la ley 16.462 de medicamentos no despertó de entrada demasiado revuelo.
Pero cuando comenzó su análisis los sectores más cercanos a los laboratorios productores (en rigor de verdad a los sectores concentrados de la economía en su conjunto), la medida los alteró. Incluso, los más fervientes opositores la trataron de “comunista”.
Pero de qué se trataba esta ley tan controvertida. La misma establecía una política de precios y de control de medicamentos, congelando los precios a los vigentes a fines de 1963, fijando límites para los gastos de publicidad, imponiendo límites a la posibilidad de realizar pagos al exterior en concepto de regalías y de compra de insumos.
En definitiva, un férreo control estatal a uno de los sectores más poderosos de la economía de esos tiempos, y que hoy se mantiene como actor de poder pese a los cambios de épocas.
La reglamentación posterior realizada por el ejecutivo nacional (en el año 1965) fijaba además la obligación para las empresas de presentar mediante declaración jurada un análisis de costos y a formalizar todos los contratos de regalías existentes.
Desde que fue presentada en enero hasta que se aprobó en agosto hubo fuertes debates en torno de la ley. Finalmente, las negociaciones del propio Oñativia y el gobierno de Illia lograron su aprobación con apoyo contundente.
En el Congreso la iniciativa recibió el apoyo de todos los bloques políticos, excepto UDELPA y la Federación de Partidos del Centro. Durante este tiempo de debate, se creó una comisión creada por el presidente Illia sobre 300 mil muestras de medicamentos. Muchos de estos medicamentos no eran fabricados con la fórmula declarada por el laboratorio y su precio excedía en un mil por ciento al costo de producción, lo que dejó en claro la necesidad de mejorar el control sobre el sector.
El trabajo de esta comisión fue clave para la elaboración de la norma. En realidad, la misma se dividió en dos: una formada por médicos y farmacéuticos y otra por contadores y economistas. La primera trabajó sobre los medicamentos en sí, su composición y su seguridad. La segunda se limitó al estudio económico y financiero del sector, y determino las extraordinarias ganancias que tenían los laboratorios.
La puja por la aprobación de la norma fue larga y dura. Muchos fueron los puntos “calientes”. “Este es un gobierno dirigista que se inmiscuye en la elaboración de las medicinas, cuando somos nosotros, los expertos internacionales, los que debemos ocuparnos de ello» le dijo a Illia una delegación de los laboratorios que lo visitó en la Casa de Gobierno en la previa a la aprobación de la ley.
La respuesta de Illia fue contundente: “cada uno de ustedes tiene seis meses para presentarnos una declaración jurada en donde interpreten y afirmen cuál es la calidad de su medicamento y la composición de su costo de producción. Con esa documentación hablamos, mientras tanto los precios siguen congelados”.
El 23 de julio de 1964 se aprobó la ley, la cual promulgada el 4 de agosto. La ira de los grandes laboratorios no tardó en hacerse sentir, y al inicial desagrado norteamericano por el tema de la anulación de los contratos petroleros se sumó el enojo de la industria farmacéutica extranjera.
Partidarios, opositores y observadores imparciales coincidieron en que esta política tuvo un peso decisivo en el proceso político que culminara con el derrocamiento del presidente a manos de un golpe militar.
LA CONTRADICCIÓN DE UNA “DEMOCRACIA” CON EL PARTIDO MAYORITARIO PROSCRIPTO
Illia mantuvo la proscripción política del expresidente Juan Domingo Perón, líder del principal partido opositor, que se encontraba exiliado en España.
En 1963, no aceptó el reclamo de la Confederación General del Trabajo (CGT) de investigar la desaparición del militante sindical metalúrgico Felipe Vallese.
En 1964 el gobierno sancionó al artista Hugo del Carril excluyéndolo de la delegación argentina al Festival de Cine de Acapulco, por haberle exhibido el filme Buenas noches, Buenos Aires a Perón, que se hallaba exiliado en España.
En este punto seguimos el relato que Facundo Giampaolo hiciera para Política Argentina, en ocasión de un aniversario del golpe militar y del gobierno de Illía, y que dice lo siguiente:
“La mayoría de los medios de comunicación hacen hincapié en que Don Arturo era un gran demócrata, un hombre honesto, un medico de pueblo, etc. Desde mi punto de vista no se puede catalogar de democrático a un presidente que llegó al poder mediante unas elecciones en donde el partido mayoritario, que era el peronismo, estaba proscripto .¿Qué paladín de la democracia puede ser un hombre que acepta participar de un comicio cuando al justicialismo no lo dejan participar?, más aún cuando el líder de dicho espacio se encuentra exiliado en España.
A pesar de todo esto Don Arturo participa y ganas las elecciones en 1963 y asume la Presidencia. Su principal oposición era el sindicalismos peronista liderado por el metalúrgico Agusto Vandor y el textil Andres Framini. Dicho espacio tenia muy presente que el entonces presidente había participado activamente del derrocamiento del gobierno peronista en 1955 siendo diputado Nacional por Córdoba donde en dicha Provincia fue parte de los comando civiles que ayudaron a que caiga el gobierno popular. Además, una vez consumado esto aplaudió con energía la Revolución Libertadora y nunca se escuchó su voz cuando se fusilaron argentinos en junio de 1956.
Un hombre de la democracia, me pregunto ¿no se tendría que haber opuesto a dicha atrocidad?. Los muchachos peronistas tenían muy presente que avaló con su silencio la persecución de Aramburu y Rojas al PJ y que nunca dijo nada del Plan Conintes de Frondizi en contra de la clase Obrera.
El frustrado retorno de Perón
Ya en el gobierno el Dr. Illía dice que quiere ser un presidente de la pacificación nacional, ante tal proclama el ex presidente Perón empieza a planificar su retorno y añora un abrazo con Illia en señal de la reconciliación para planificar dicha vuelta.
El General deja la organización en manos de su amigo, el financista Jorge Antonio, a la rama femenina a cargo de la señora Delia Parodi y a los dirigentes de la central obrera. A fines de 1964 se define que era el momento para la vuelta del viejo líder pero al enterarse los servicios de Inteligencia del gobierno radical, sobre la salida del caudillo de Puerta de Hierro aplican las alarmas e informan a los mandos militares lo que está por suceder.
Entonces por una decisión unánime el gobierno de la UCR decide llamar al gobierno Brasilero para pedirles que devuelvan el avión donde viaja JDP el que se encarga de estas gestiones es el canciller Zavala Ortiz -el mismo que había participado en el Bombardeo a la plaza de mayo en 1955 subido en uno de los aviones de la marina de guerra-. Pero voy aportar algunos datos más de lo que paso durante la supuesta democracia del 1963 a 1966.
El 17 de octubre de 1964, se reunieron 70 mil peronistas en Plaza Once. Durante la desconcentración se produjo bajo una violenta represión policial ordenada por Illia. Llega el 17 de octubre de 1965, el gobierno radical prohíbe el acto programado en Parque de los Patricios con la presencia de Isabel Martínez. El acto terminó otra vez con una violenta represión policial y 659 obreros detenidos.
Ese mismo año hubieron elecciones para diputados nacionales, de las cuales se dice que Illia deja participar al peronismo pero es una falacia ya que el PJ no aparece en ninguna boleta, pero lo que si aparece es la Unión Popular o el partido Tres Banderas. El nombre justicialismo nunca figuro en una boleta.
También en dicho año se reprime con dureza un acto en homenaje a los caídos del 56 en plaza Las Heras de la ciudad de Buenos Aires, como a su vez se aplicó mano dura al Plan de Lucha de la CGT.
Los medios hegemónicos no te cuentan entonces por que cayó Illia pero la respuesta la dio el General Julio Rodolfo Alsogaray: «Los peronchos ganaron con ese nombre de Unión Popular en 1965, van a ganar en el 67 y en 1969 ganan la presidencia, hay que voltear al gobierno para que el tirano prófugo nunca mas vuelva».
La única verdad es la realidad, decía el General Perón.”
Esto es lo que publica Política Argentina y hasta aquí el nutrido material que ponemos a disposición de nuestros lectores de La Ciudad, para que cada uno saque sus propias conclusiones.
(Fuente: Inédito, 21 de junio de 1967; en Marcelo Cavarozzi, Autoritarismo y democracia, Buenos Aires, Editorial Eudeba, 2004, págs. 153-155, www.elhistoriador.com.ar, http://museodeladeuda.econ.uba.ar/, http://www.diariodeciencias.com.ar/, Siete Dias Ilustrados y Política Argentina)
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 28/6/2020